La danza de los amores contrariados
Un
relato más de ella y él
La
danza de los amores contrariados
Desde la noche anterior, pensó que el día siguiente
no sería bueno por el torrencial aguacero que peleaba
con el cielo y hacía gala de sus
mayores fuerzas, anegando las calles.
Guardaba varios días un pensamiento que no
se le salía de la mente, ni tampoco del corazón, tanto que optó por un
“auto-regaño” y con un esfuerzo sobre humano detuvo las desalentadas
ideas que se empeñaban en recordarle que
era la culpable. Que fue cobarde. Que ella
y nadie más fue la única en ese binomio que se negó a ser feliz.
Las tribulaciones se hicieron recurrentes
y resolvió -cada noche- valerse de lo vivido e invocó los más profundos
recuerdos de aquel primer beso, cuando cansados llegaron a la cima del Parque
Metropolitano en frente de los animales que salieron de los matorrales y hasta debajo de las piedras para ser testigos
cómplices de lo que empezaba a ser la evidencia palpable de un delito.
Logró hacerlo con tanta experticia que los
recuerdos los mantenía encasillados por lugares y agendados por la secuencia
intacta en que se registraron los hechos. Era tan grande su concentración que
había alcanzado la facultad mística de
salirse del cuerpo como el que
hace viajes astrales. En uno de esos misteriosos recorridos viajó al momento en
que fueron al Parque metropolitano, navegando al momento cuando descendían de la montaña y pasaban
frente al grupo de tortugas que bautizaron como “el gabinete del presidente”.
Ya de este lado de la historia, comprendió
el porqué de la perplejidad de los animales, pues en ese momento sí lograron
detectar su presencia en espíritu y atónitos de ver a la pareja y aquella
figura que volaba idéntica a la mujer los mantenía inmóviles. Sin embargo, los dos tórtolos creyeron que se trataba de alguna mágica atmósfera que les vaticinaba
el presagio de un amor que sería para la eternidad.
Empíricamente, cerró los ojos y en un suspiró
se trasladó al pequeño local donde se tomaron el primer café; el ambiente se mantenía intacto con los olores
a canela, café, miel, pan recién horneado, dulce de leche y otros. Ensimismada en el clima
de los olores pasados, olvidó que estaba en espíritu y se sentó en una mesa
contigua a donde se encontraba su “otro yo de carne y hueso” y aguardó a que él llegara.
Allí se percató que mientras ella lo
esperaba dando la espalda a la puerta, él había llegado y tardó unos minutos en
ingresar, pues se detuvo a contemplarla. Entró, se sentó y allí vio, por
primera vez, sus ojos tristes.
Esa tarde conversaron de todo, tanto que
en la primera cita, se atrevió a confesarle que abarcaba cualquier responsabilidad
de trabajo para vivir muriendo y recibir
un pago por ello. Resolvió que, desde esa vez amó su mirada y con esa reflexión logró
sobrellevar el mal del insomnio que tomó como embajada su cama desde hace dos
años y 216 días.
Sintió ganas de regresar a su cama y
cuando llegaba- su espíritu- desde el
techo, pudo ver su cuerpo con signos parecidos a la agonía, sintió miedo y de
golpe abrió los ojos. - ¡Que asco!, siento ganas tengo
ganas de vomitar, ay sagrado Jesucristo, ¿ será
que fue un sueño?... Mejor me pongo a orar, seguro estas cosas no son buenas y de
paso pido perdón. De igual forma no fue un acto voluntario. Además no estoy
segura que haya sido algo real. Mejor es cubrirse con la sangre de Jesús-.
Entonces corría sin cesar, estaba agotada
a punto de morir y cuando pensó que iba a desfallecer o al menos había
terminado el temor desconocido que la obligaba a correr, se desplomó y quedó
regada en medio de la calle. Una señora con los ojos de color miel le tendió la
mano y la ayudó a levantarse. Notó sus manos bien cuidadas y le provocó curiosidad la camisilla con flores azules
bordadas. Allí la reconoció: era su abuela. Le pidió que se sentara y esperara.
Él estaba del otro lado de la calle, la
miró con esos ojos tiernos y desabridos;
guardaba ese mismo aspecto incorrecto de inocencia, ella lo llamó, le habló pero no pasó nada.
Con el alma a punto de desprenderse del
cuerpo, logró despertar - ¡Gracias a Dios
fue una pesadilla!... debo decir “una afortunada” pesadilla porque, nunca había podido soñarlo”.
El día transcurrió como de costumbre, con
la única noticia de que su corazón se sentía tranquilo - de alguna manera, lo
había visto-. La jornada laboral se convirtió en el mejor ejercicio para
invocar a Benedetti y decir “es una
lástima que no estés conmigo cuando miro el reloj y son las cuatro…”. Lo
mantuvo presente de forma tan intensa, que en algún momento creyó que sus
pensamientos se podían escuchar.
Acabó la jornada para el resto de los mortales, pero ella tenía
una asignación más que cumplir. Quiso llegar con dos horas de anticipación a la
reunión previamente pactada, pero el destino ya estaba escrito. La lluvia hizo
su trabajo y aletargó el tráfico vehicular; pecando de sabia quiso tomar
un atajo que la extravió de la ruta
conocida. No cumplió la meta. Llegó dos horas y treinta minutos después de lo
previsto.
La vida no había sido tan desconsiderada,
pues encontró estacionamiento. Paradójicamente, mantenía buen espíritu positivo
y pese a que se perdió, buscó la forma
de motivarse y decidió atenuar la mala racha con algunos dulces, así que, pasó
a la tienda del frente y justo cuando se disponía a cruzar la calle para
retornar, esperó que el semáforo pusiera nuevamente la luz roja, para evitar
que la turba de carros la hiciera correr entre los charcos de lluvia y provocaran alguna caída repentina.
Decidió atravesar la vía y el ruido de una
corneta la sacó de sus cabales. – ¡Ay caramba,
casi me mata de un susto, este pendejo!- Al mejor estilo de Ricardo Miró “revolvió
la mirada”, buscó al culpable del susto, para descargar sobre quien resultara
responsable el enojo del día y de todos sus males… El amenazante conductor tuvo
la indecencia de volverlo hacer, como para llamar su atención, redujo los ojos
a la mitad para ver bien y cuando dio con el auspiciador de tremendo susto,
allí estaba, era él, en su auto rojo.
Sintió que su corazón latió rápidamente, que la respiración se le complicaba,
que la picó un alacrán que le inmovilizó las extremidades, trató de esbozar palabras
pero le fue por completo imposible decir alguna frase con sentido.
El por su parte, en cuestión de segundos, la
vida puso a prueba su fuerza de voluntad y se enfrentándose a la cuestión que se había prometido a sí
mismo: Olvidarla y no amarla, se tornaron contra él. Así que, sin dudarlo, depuso su confianza en el corazón y como
siempre, lo traicionó.
Sonó la corneta del auto para que ella lo
viera y no se fuera. Ella lo miró. Ambos se encontraron con la mirada y con un
artificio casi sobrenatural, los autos se paralizaron, incluso hasta el mismo
Dios que pasaba repartiendo truenos y centellas se detuvo y con ello, mandó a
parar el tiempo para ver la danza de aquellos dos amores contrariados.
Ella cruzó la calle y mientras caminaba, recordó la última vez que Dios decidió jugar
con su corazón y permitió que se encontraran. Fue la noche del eclipse. Él la
amó con un beso y al término de éste le dijo que la había olvidado que tendría
que pasar otros cien años para que la vida se volviera en favor de los dos. Pero
vio como le salían ramas de los pies, inmovilizando cualquier tipo de intensión
de correr. Se le retorcieron hasta las
vísceras y el hongo que creyó muerto, en la noche pasada por causa del viaje
astral, le volvió a nacer, pero esta vez en la garganta. Sintió vivir, morir y
resucitar al mismo tiempo y el hongo plantó raíces; el dolor la devolvió de golpe a la realidad y
siguió avanzando.
Ella no pudo recobrarse del malestar,
conversó con todos, sonrió y hasta aportó comentarios importantes al tema.
Acabó la diligencia y con ello creyó que el hongo desaparecería, pero solo se
calmaron los síntomas.
Ocupado como nunca, fingiendo estar
interesado en los temas de los amigos, percibió cuando ella salió y lo
traicionó su fuerza de voluntad otra vez.
Con disimulo, la esperó en la entrada del
edificio e hizo tiempo solo para
recordarle una vez más cuánto la odiaba, insistió en restregarle que jamás
volvería a amarla, que había tomado la decisión de olvidarla y que no quedaban
ni siquiera rastros de su historia de
amor escuálida y mal nutrida a causa de las decisiones extemporáneas.
Avanzaba en sus reproches y cuanto más le
recriminaba que la odiaba, que no la quería ver ni en pintura, un tanto más la quería y como
un artificio divino otra vez sentía que
no podía vivir sin ella, que todo cuanto había vivido hasta esa oscura noche,
era gracias a ella, por ella y para ella. Le confesó que en alguna de esas
tardes, la había pensado, que recordó el primero beso frente al gabinete del presidencial
de tortugas. Recobró la conciencia y le dijo que le guardaba aprecio de
amistad.
Sintió punzadas en el alma y antes de que
pudiera decirle algo, sonó su móvil. Una llamada de urgencia por asuntos
familiares la devolvieron de golpe al sitio y la obligaron a dejar a medias la
conversación con tono confesionario.
Como alma que lleva Dios, arrancó la
camioneta, se retiró.
Faltaban 20 minutos para llegar a su casa, cuando un camión con llantas lisas y sin luces frenó de repente en la autopista. ¡Hasta aquí llegó mi camino!, alcanzó a
gritar. Salió volando del vehículo, el articulado se dio a la fuga. Cuarenta
minutos después, un señor reportó el hecho de tránsito que a todas luces daba
cuenta de una víctima fallecida en el lugar…
Lindo y controversial
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