LA HISTORIA DE UN ALCALDE MALDITO


                       

                             LA HISTORIA DE UN ALCALDE MALDITO


            Durante los últimos meses,  sufrimos  la pérdida de un familiar, hemos vivido y seguido de cerca la zozobra de una enfermedad que ha atacado a alguien cercano a nosotros. Después de la muerte de mi tío Víctor Manuel Jaén, me sumergí en un mar de cuestionamientos sobre qué tan importante resulta para el ser humano sembrar en la vida de otros y cuáles son las repercusiones. También pensé qué tanto o poco  valor damos a las personas que se mantienen siempre a nuestro lado. Es lamentable tener que pensar en todas estas cosas cuando ya ha muerto ese ser querido. Pues como reza una popular canción  panameña “después de muerto para qué”.

            Allí estaba acostado en la camilla, lleno de tubos y cables por todos lados, con un pañal desechable. A simple vista, logré ver las lágrimas que dibujaban sus expresivos ojos, ellos siempre daban cuenta de fuerza. Lánguido, inofensivo: ni la sombra de aquel alcalde de Chimán que se caracterizó por su rigor y capacidad empírica de resolver con una sencillez, casi celestial,  los homicidios que sacudían la época y lograr con el dictamen certero de las causas mortales de las víctimas. El Alcalde que sólo logró el sexto grado, casi muere a los ocho años en los campos sembrados de arroz por un severo daño en los riñones, producto de los esfuerzos a su corta edad, que correspondían al trabajo de un hombre. Sobrevivió a las predicciones médicas que anunciaban su muerte y que tardó en llegar más de cincuenta años. Tuvo más de ocho mujeres de asiento y seis hijos que no crió, de los cuales sólo se sentía orgulloso de tres que frecuentaba de vez en mes. Estos cuando se dieron cuenta que estaba acariciando la fría espalda de la muerte; sorpresivamente se interesaron en su bienestar. Hasta que se enteraron que la casa no estaba a nombre de él; sino de su abuela, la madre del alcalde.
           
A medida que pasaban los años destilaba un olor a muerte que sólo él y su madre lograban soportar, tanto como para sostener una conversación a solas. Se mantenía en eterno estado etílico, la combinación de olores de eses, la sangre de las hemorroides y el desaseo en general lo mantenían siempre hediondo.
Quien no lo conocía podría incluso pensar que se había revolcado sobre un animal muerto. Fueron incontables las veces que lo vi en estado crítico, vomitando sangre, a tal punto que,  hasta llegué a pensar que no tenía hígado, que estaba podrido por dentro y vivía gracias a la misericordia de Dios, que se dignaba a escuchar las oraciones de su madre.
Una vez más la muerte llegaba de visita, pero esto no era noticia,  lo único nuevo, era que venía, no a conversar como otras veces, tenía órdenes claras de hacer el trabajo completo.

            Vivía en un cuarto que parecía la cueva de alguna alimaña, entre ratas, gusanos, cucarachas y otros animales místicos que la imaginación nos permitía sentir; herramientas de trabajo, pantalones carcomidos y mojados en sangre por la hemorroides severa, permanecían siempre en perfecto desorden, formaba parte de su hábitat natural y no dejaba que nadie lo modificara. Tenía mugre y  musgos, pegados a la piel producto del sinnúmero de días que no mostraba al cuerpo los prodigios del agua. Estaba podrido por dentro. Perdió la noción de la realidad y se comía esos mismos animales que lo acompañaban a dormir, su platillo favorito eran las alitas de pollo “a la hedionda” mencionadas así porque olvidaba que las compraba, y cuando estaban descompuestas, con una brisa de muerte recordaba que las podía ingerir.

            Esa imagen de hombre fuerte y honorable se fue debilitando al paso del tiempo, llegó a tomar alcohol crudo con agua y en el peor de los casos, a la pedrada. Su amargura se hizo cada día más notoria con insultos que, más tarde me hicieron concluir que  gozaba, como quien degusta su manjar favorito, gritar en su lugar preferido: la parada del barrio. -¡Perra, zorra, hija de puta, mal paridas!- . Se convirtió en un ser despreciable. Más muerto que vivo seguía causando estragos en la autoestima de todos y se encargaba con un ahínco profesional de desmenuzar los restos de buena voluntad que alguien le pudiera tener.

El alcohol lo había hecho perder los sentidos, ese mismo hombre  que alguna vez fue respetado por todos, años después en la miseria de sus días, casi viola a sus dos sobrinas, una tarde cuando no había no nadie en casa y éstas llegaron de la iglesia. Estaba acompañado de uno de sus amigos, igual o peor que él. Era conocido como “yuquita”, juntos  las persiguieron hasta encerrarlas en la casa, pero ellas lograron correr rápido y se  metieron a un cuarto. – Mejor para nosotros, están rodeadas. Yuquita, vete a la venta y ábrela que yo lo intento en la puerta-  dijo el Alcalde. Con cada uno en puerta y ventana no lograban salir. Tardaron horas, rogando que alguien más llegara y los viera acechandolas para asesinarles la inocencia;  suplicaron a Dios que les quitara el pensamiento de la mente, pero en ese momento la Divinidad parecía estar ocupada en asuntos más importantes y no se les hacía el milagro.
Fue gracias a los artificios divinos de la creatividad infantil y a su instinto de supervivencia  que lograron convencerlos para que ambos  entraran por la puerta y así pudieran hacer  bajo el consentimiento de las dos el daño. Afortunadamente accedieron a la propuesta y el alcalde esperó que su amigo llegara a la puerta, para entrar como reyes triunfantes de la lucha por la inocencia de aquellas dos niñas.

Siempre inteligente, capaz de discernir desde temprana a edad, sobre lo bueno, lo malo y lo feo. Nunca le gustaron las matemáticas. Cristina, de tez blanca y cabello negro como la noche igual que sus ojos, ayudaba a su madre con el cuido de sus hermanos y a soportar la mala crianza del marido (su padrastro) que era un borracho, con una leve afinidad a las drogas. Tenía un aire divino que incitaba a todo ser viviente a adorarla. Algunos la creyeron de otro país y los más exagerados dijeron que Dios, personalmente se la había entregado a la madre con la única condición que jamás dijera una palabra.

Por su parte, Eduviges  de rasgos más grotescos, con un extraño y llamativo color dorado en la piel  la hacía ver con una belleza  extraña, tenía los ojos claros y el cabello largo rubio como una cristalina cascada. Tenía la virtud de fascinar a todo quien la conociera por su sonrisa. A los ocho años, no imaginaba que su madre, un año después le diría que tendría que asistir a la escuela y apoyar a la familia con los gastos de la casa para sobrevivir, pues el padre que tenía, solo se dignó a procrearla, ya que a los siete meses de nacida las abandonó a su suerte.

Lograron escaparse por la ventana. Ese era él: un viejo maldito. Con el pasar de los años, no le quedaban tantas fuerzas para joder. Pero, yo prefería una mil y veces más que siguiera jodiendo, martirizando la felicidad de todos, haciéndonos explotar, antes que allí, postrado en esa cama. Pues no todo fue malo, no todo fue desgracia. Mantenía el don nato de practicar canciones de mejorana, rimas, poesía y sembró en mí el derecho de amar la Patria y cantar a todo lo que se podía porque era nuestro, era panameño. Me enseñó tamboritos, para que se los cantara al amigo de su hermano, el señor “Kike trampa” y  en pago recibiera la suma de veinticinco centavos por cantar toda la noche y vestirme con una  pollera improvisada.

            No voy a desmeritar que también sembró en mí, a pesar de todo, algunos valores, -hasta de barbera aprendí- para que “chaparro” me pagara la soda cuando le hiciera el corte. En sus tiempos cuando estaba sobrio, preparaba la cena y me guardaba siempre tajada con café para compartir las vivencias del día, comida que debía aceptar sin precondiciones higiénicas.  Me hizo apostar 100 dólares a que llegaría a los 25 años sin casarme y sin hijos. No logró terminar el año ni cumplir con la apuesta. Todas esas cosas, rescató sembrar y algunas de ellas  hoy marcan importantes éxitos en mi vida personal  y  profesional.

            Entonces, de qué vale toda esta idiotez de hacerle daño al otro, de condenarnos a vivir con quienes no amamos, de poner piedras en los caminos ajenos para que se tropiecen y tarden en lograr alcanzar su cielo. No comprendo el gusto de algunos seres humanos de querer siempre estar embarrados de mierda para dejar hediondo al otro. No, no es lo correcto.

Concluyo, que debemos procurar sembrar en los demás. Pensar dos y tres veces como queremos ser recordados y sobre todo, dejar algo que nos haga vivir siempre en la memoria de las personas o en las páginas de un libro.



Por: Heady Leane Morán

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